Retazos de lo que fuimos
A mis amados Moy y Yaz en su cumpleaños
MOISÉS SÁNCHEZ LIMÓN
Cuando se hizo famoso y abandonó los terrenos de la necesidad, se llenó de amigos e intereses.
Cuando cayó en desgracia, los amigos lo abandonaron y los intereses le cobraron eso: los intereses.
Y es que, en su camino de medio siglo de la fama que lo catapultó y luego el irremediable retorno a la realidad, supo de las mieles del éxito y la simpatía de los poderosos que lo cobijaron y usaron porque sabían de su influencia con los dueños del poder y el dueño de estos dueños que bateaban en las ligas mayores.
Y se la creyó…
Lo recuerdo con el saco negro de piel que olía a necesidad. Con la ropa que se usaba un día y otro también, pero pasaba por el lavadero y el tendedero nocturnos.
Era sencillo, amigable y, por supuesto, conquistador.
¡Ah!, porque se ligó a una compañera que llegó de visita al grupo que se reunía a comer en la cocina económica por los rumbos del gran centro de convenciones.
Y ésta compañera, sencilla, trabajadora y estudiosa, luego se quejó de abandono porque él la hizo a un lado: no era la mujer que le acompañaría en su nueva ruta del quehacer periodístico; además, estaba casado y la esposa, de buena posición, no había querido ser Adelita e ir a la aventura hasta en tanto él no se instalara como Dios manda.
Apenas mediaba la séptima década del siglo y él atisbaba una mejor posición como reportero suplente que se cultivaba todos los días, que cargaba el libro, la novela bajo el brazo como una especie de alimentación por ósmosis.
Buen reportero, en la guardia nocturna, la llamada “caballona” que, para quienes desconocen la vida del reportero, es una de las aduanas que, en aquellos días, él cubría como aspirante a la plantilla de uno de los más afamados diarios de México.
Las llamadas de medianoche, previas al cierre de edición eran el gratificante elíxir de quienes transitan hacia ese ingrato destino que en los medios de comunicación fustiga a los reporteros y un día es Pulitzer pero al siguiente el más pendejo de la manada de lobos esteparios que cazan en manada y devoran en soledad la pieza lograda.
Entonces las puertas de la fama se le abrieron cuando le fue asignada la enorme y privilegiada responsabilidad de escribir la columna principal del diario, la de primera plana, ésa que tiene la virtud se ser termómetro de la vida política nacional y los políticos la detestan o la presumen cuando dos líneas o una frase simplona e incluso un adjetivo los alude y adula.
Permítame comentarle.
Sí, a usted que lee esta entrega de entresemana. De pronto me movió hablar de este personaje cuya identidad habrá quienes ubiquen, pero no se trata de jugar a la adivinanza. No, es un tema que no se ha ido, aunque los usos y costumbres tienden a cambiar.
Es el sempiterno juego que todos jugamos.
La relación prensa-poder que se desgastó bajo fuego cotidiano atizado desde el púlpito de Palacio Nacional, ése inmueble a cuya oficina principal o la de Los Pinos, la residencia presidencial, en tiempos pretéritos muchas veces fue llamado a consultas y el acuerdo de construir lo pactado.
Él se supo importante cuando comenzaron a llegar las respuestas y los comentarios y las solicitudes de redactar unas líneas para ensalzar la tarea política, o romperle la madre al contrincante y osado opositor de aquellos días del partidazo en el poder.
Quizá él me habría autorizado citar su nombre o sus iniciales como ocurrió cuando escribí cuentos policiacos con pinceladas de ironía y la insultante realidad de la corrupción y abuso de autoridad de la inmensa mayoría de policías uniformados o enfundados en esa singular vestimenta que hasta los narcos han llevado al desuso.
Luego que se identificó me ordenó matar al personaje, pero desoí la orden y mandé de vacaciones al comandante. En fin.
Pero, mire usted, poco se escribe de reporteros. Hay plumas que pontifican y aquellas que de la supuesta defensa de la libertad de expresión y de prensa, han hecho su modus vivendi; dictan conferencias, se alzan dueñas de la verdad en una simbiótica condición de ser iguales sin serlo porque se piensan diferentes.
Pero…
Era sencillo, amigable y, por supuesto, conquistador.
Luego, la maldita fama le agrió el carácter, se volvió difícil e inaccesible. Y creyó que los aduladores eran sus amigos.
En cualquiera que lo buscaba veía al interesado en pedirle una recomendación para trabajar y un dinero para sobrevivir. Bueno, los había vividores y oportunistas. Pero la fama lo había cambiado.
Había dejado el saco negro de piel y ahora usaba trajes de seda y camisas y corbatas del mismo material italiano, francés o inglés. Y el cashmere, el cashmere que le daba el toque fino en el asiento trasero del auto de lujo.
¡Pinches tiempos, los pasados, los de la necesidad!
Para siempre se habían ido al archivo; nadie se lo recordaba, aunque de pronto con el whisky trepado lloraba por aquellos días que lo formaron. Y me bromeaba y buleaba.
¡Caray!
Quizá tienen razón quienes dicen que escribo para mí, pero me niego a admitir ese desplante narcisista porque hay temas que pocos tratan o de plano rechazan porque el academicismo periodístico es como alimento de las buenas conciencias, éstas que se santiguan porque a Xóchitl se le ocurrió decir “la pendejié” o suelta una chingada, pendejo, cabrón, o…
No recuerdan los exquisitos analistas y articulistas cuando, recién, ponderaban a la hidalguense y luego los abrazó un temor clasista porque una mujer como Xóchitl Gálvez sea la primera presidenta de la República.
¡Sea por Dios!
Sin duda, él habría simpatizado con la cuasi candidata, como simpatizó con una ingeniera de la Meseta Purépecha que negoció la paz entre tres pueblos peleados durante centurias por el libre tránsito en un valle pródigo en pastizales.
Sin duda habría sido selectivo en el apoyo a esta singular pléyade que se alza bizarra en el sacrificio por la Presidencia, nueve gubernaturas, 500 diputaciones federales y 128 senadurías, cuantimás alcaldías, diputaciones locales, regidurías y etcétera, etcétera.
Sin duda se fue en el momento que consideró el más apropiado. Quizá se equivocó y los pocos amigos consideran que no debió tomar la decisión de irse. Pero se fue.
Probó los tiempos de la 4T y, crítico, escribió acerca del licenciado presidente y sus dislates en el ejercicio del poder.
Pero se fue y evitó comportarse como reportero suplente en busca de los escenarios políticos de la sucesión presidencial, en pos de la opinión de todo tipo de personajes de suyo disímbolos que endulzan el oído con declaraciones en la oferta del México Feliz.
No olvide usted: los reporteros, los periodistas estamos en la mira cotidiana del licenciado presidente que los descalifica e insulta; es comandante en jefe de la campaña de la doctora Claudia y férreo defensor de su terreno caciquil.
Él saboreó la fama, la disfrutó. Pero, cuando ésta no dio para más y los intereses comenzaron a cobrarle los intereses y los que se invistieron amigos desaparecieron una vez ordeñada hasta la última gota la vaca de la fortuna efímera decidió irse.
¡Recórcholis, Drakko!
Usted disculpe, hoy el tema de Su Alteza Serenísima se me perdió entre los retazos de aquellos tiempos idos, del juego del poder y los espejismos de la fama prestada. Mañana será otro día. Digo.
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