Por: Fernando Dávila
El celular no vibra. El sonido del claxon no interrumpe. El sitio parece mágico. La prisa no es subirse al metro sino escalar la selva que el poeta inglés Edward James, convirtió en una arquitectura, que por sí sola, no recibe reglas sobre el sentido.





Turistas de distintas partes de México sugieren que es un refugio para el caos que se vive en las ciudades, un respiro de alivio dentro de la cultura potosina.
Lo que vienen a buscar
“No sabíamos que en un solo lugar podíamos encontrar tantas cosas para disfrutar”, dice una visitante que llegó con un grupo desde cuatro estados. Otros mencionan la paz, la hospitalidad, la comida, la vegetación espesa. Algunos vinieron por el castillo, otros por las leyendas, pero casi todos coinciden en lo mismo: aquí se respira algo distinto. “La tranquilidad”, repiten.
Una encuesta informal realizada a 20 visitantes confirmó esa sensación: el 70% dijo haber elegido Xilitla por sus paisajes naturales y su atmósfera de tranquilidad; el 20% llegó por interés en la obra de Edward James; y solo una persona (5%) señaló haber venido por azar, en un viaje sin destino fijo.
Donde el tiempo se detiene
Aquí la vida no corre, camina. La ciudad queda lejos, no sólo en kilómetros: lejos del ruido, de la prisa, de la pantalla. En Xilitla, las escaleras no llevan a oficinas, sino a estructuras “caprichosas” que parecen no tener fin, como si la lógica de lo cotidiano hubiera quedado suspendida.
Belleza que preocupa
Encontrar un lugar donde la ciudad se sienta lejana parece ser el anhelo de los turistas, quienes han encontrado en Xilitla un lugar de descanso. Sin embargo, detrás del asombro que despiertan las estructuras surrealistas y la selva viva, algunos visitantes también perciben una tensión silenciosa: admiran lo natural, pero señalan que no siempre se cuida.
“Aquí viene mucha gente de fuera y lo admira mucho, pero yo siento que le hace falta un poquito más de mantenimiento”, comentó un turista del Estado de México, con un dejo de preocupación. La naturaleza deslumbra, pero no siempre se valora en su complejidad. Como si el deseo de escapar hiciera olvidar que este no es solo un paisaje bonito, sino un pueblo habitado, con ritmos y necesidades propios.
El Jardín de los Sueños
El paisaje que hoy maravilla fue, en parte, una construcción deliberada. Edward James, poeta británico y mecenas del surrealismo, comenzó a levantar su jardín escultórico en 1947, después de soñar con un Edén personal entre ríos y neblinas. A lo largo de más de tres décadas, diseñó junto a su colaborador Plutarco Gastélum, un conjunto de estructuras de concreto que imitan flores, torres, escaleras y pasajes sin destino.
Libertad en lo inesperado
No hay un solo camino, ni una única interpretación. Así como las esculturas no tienen un propósito claro, el visitante tampoco debe tenerlo. En ese aparente sinsentido está su fuerza: permitir perderse, mirar con otros ojos.
“El vino aquí a dejar más que a llevarse”, dice Manuel Díaz de León, guía del Jardín Escultórico. Y quizá por eso hoy llegan tantos: porque aquí también pueden dejar algo. El peso, el ruido, el miedo, la prisa. Aunque sea por un rato y con eso, es más que suficiente para sentirse libre.