Miedo
Eduardo Meraz
El fantasma del miedo ya está recorriendo la plancha del Zócalo, ya se introdujo por todos los espacios y las rendijas de Palacio Nacional y del palacio del ayuntamiento.
Muy temprano en el presente sexenio ya se convirtió en el huésped indeseado que se infiltra silencioso por las rendijas de la historia; no llegó con estruendo, ni con el ruido metálico de las murallas que alguna vez pretendieron contener la voz ciudadana, llegó como llegan los fantasmas: sin anunciarse, sin pedir permiso, sin necesidad de credenciales.
Se instaló en los pasillos del Palacio Nacional, en las oficinas del Ayuntamiento, en los despachos donde se toman decisiones que afectan a millones. Y una vez dentro, difícilmente podrá ser desalojado.
Es el nuevo habitante de las oficinas palaciegas; en principio se le confunde como si fuera un nuevo papel tapiz o parte de los decorados de cada una de las oficinas de la jefatura de gobierno de la Ciudad de México y del despacho presidencial.
No es un miedo cualquiera: es el miedo que nace cuando la libertad comienza a reclamar su espacio natural, cuando la sociedad se atreve a recordar que la voluntad de millones no puede ser secuestrada por unos cuantos.
Es el miedo que no se disipa con cachiporras ni con granaderos, porque no se trata de un miedo físico, sino de un miedo político, un miedo existencial, que atenaza y muerde voluntades.
Es el fantasma que ni siquiera la violencia podrá disuadir, porque el fantasma de la libertad empieza a reconocer su espacio, su hábitat natural y que unos cuantos han querido sustraer de la voluntad de millones de mexicanos.
Y frente a esa presencia fantasmal, pero corpórea, el miedo se inocula en quienes gobiernan, en quienes se creyeron invulnerables tras los muros de mentiras y engaños.
El cuatroteísmo, que alguna vez se presentó como muralla inexpugnable, ha visto caer no solo sus defensas metálicas, sino también sus discursos. La supremacía que se proclamaba eterna comienza a derrumbarse, revelando lo que siempre fue: impostura, vanidad, un disfraz para ocultar rencores y traumas.
El miedo, ahora, es el espejo que devuelve a los gobernantes la imagen de su fragilidad.
Ya no hay marcha atrás, los papeles se han quedado perfectamente definidos. De un lado, los malos imitadores de Gustavo Díaz Ordaz; enfrente una sociedad agraviada y ya poco dispuesta a soportar a un mal gobierno, qué ha hecho de la corrupción y la impunidad su método de supuesta gobernabilidad.
La historia se repite, pero también se transforma: lo que antes era resignación, hoy es resistencia; lo que antes era silencio, hoy es grito.
El 15 de noviembre se ha convertido en símbolo. No es solo una fecha en el calendario, sino un parteaguas, un recordatorio de que los regímenes que se sienten superiores terminan por caer en su propio laberinto de fantasías.
Entonces, el miedo, paradójicamente, también se vuelve señal de que algo ha cambiado, donde el miedo de los gobernantes es la certeza de los gobernados; es la prueba de que la sociedad ha comenzado a recuperar su voz, de que la libertad ha dejado de ser un concepto abstracto para convertirse en práctica cotidiana.
El fantasma del miedo no se irá; no porque la sociedad lo desee, sino porque los gobernantes lo han convocado con sus actos. Es el resultado de años de corrupción, de impunidad, de desprecio hacia quienes deberían ser escuchados; es la consecuencia de haber confundido poder con soberbia, autoridad con imposición, liderazgo con culto personal.
Por lo visto, este 15N es el principio del fin de un régimen que se sintió superior a cualquiera y su mundo de fantasía terminará por irse, como muchos de los miles de desaparecidos a la fosa común, en el panteón de los hombres y mujeres sin lustre.
He dicho.
EFECTO DOMINÓ
“Cuando un gobierno está cerca del pueblo, nunca se aleja”, dice la presidenta Claudia Sheinbaum, aunque quizá debió haber dicho: “cuando un gobierno está cerca del pueblo, nunca se envalla”.








