Los ominosos magnicidios

Por Ricardo Monreal Avila

En su conferencia matutina de este lunes, el presidente López Obrador hizo un reconocimiento a los conservadores y reaccionarios mexicanos, por no haber traspasado la línea de la violencia política durante la reciente campaña presidencial, como sí ocurrió el pasado sábado en Estados Unidos contra Donald Trump.

“Nuestros adversarios han actuado de manera responsable, no ha pasado de los insultos. No se ha cruzado la frontera del insulto, en el caso extremo, a la violencia física… Por esto debemos estar orgullosos y reconocerle también eso a nuestros adversarios; yo se los reconozco mucho”.

Más tarde, en su conferencia del mediodía, la virtual presidenta electa, la doctora Claudia Sheinbaum, abordó el tema desde una perspectiva similar, y anunció que no reforzará su esquema de vigilancia y protección, porque correría el riesgo de “aislarse del pueblo”.

En relación con el mismo atentado, el presidente estadounidense, Joe Biden, pronunció algo que hemos escuchado en repetidas ocasiones y circunstancias en la voz del presidente de México: “nuestras diferencias políticas tenemos que resolverlas en las urnas, no a tiros”. Este mensaje debería calar hondo en el vecino país del norte, dado el aciago historial de magnicidios o intentos de magnicidio registrado en su escenario político.

Para una descripción general y concisa de los asesinatos de expresidentes estadounidenses, se pueden mencionar los casos de Abraham Lincoln (1865), James A. Garfield (1881), William McKinley (1901) y John F. Kennedy (1963).

Y cabe añadir a la lista los intentos de asesinato de presidentes o de magnicidios notables de Andrew Jackson (1835), Theodore Roosevelt (1912), Franklin D. Roosevelt (1933), Harry S. Truman (1950), Gerald Ford (1975, en dos intentos separados) y Ronald Reagan (1981).

Estos acontecimientos tuvieron profundos impactos en la política de ese país, en sus protocolos de seguridad y en la psique nacional. Además, condujeron a una mayor protección para los presidentes y a cambios políticos importantes.

Por ejemplo, frente al reciente intento de magnicidio se estima que la actitud del candidato a la Casa Blanca por el Partido Republicano pueda ser una especie de diamante en bruto, que muy seguramente podrá explotar a su favor en el periodo de campañas.

En tal orden de ideas, coincido con el diagnóstico, el reconocimiento y la actitud de los tres líderes políticos inicialmente mencionados: la violencia política no puede tener cabida, en modo alguno, en el contexto de las democracias contemporáneas.

En los pasados comicios presidenciales de México, desde la oposición se alimentó una narrativa con fines electorales: se habló de una presunta “polarización” promovida desde la tribuna presidencial cada mañana, lo cual podría devenir en actitudes violentas y hasta provocar un magnicidio durante el proceso electoral.

Sin embargo, esto último no podía estar más alejado de la realidad: el presidente López Obrador jamás incitó al uso de la violencia, negó siempre que el país estuviese polarizado (fragmentado en dos partes iguales, como parece estarlo, en términos electorales, en Estados Unidos) y defendió sus posicionamientos como un ejercicio de libertad de expresión y de “despertar de las conciencias”. No fomentaba la polarización, sino la politización o repolitización del pueblo, y el Tribunal le dio la razón.

En cambio, sí fue un hecho que la posibilidad de un escalamiento de la violencia política siempre estuvo contemplada, tanto en los circuitos de seguridad del Gobierno como en los ámbitos privados, pero no por los dichos del presidente o los impulsores y promotores de la 4T, sino por la espiral de violencia que se ha precipitado en las últimas décadas, alimentada por los círculos de la delincuencia organizada.
Hubiese sido una irresponsabilidad mayúscula no tenerlo en cuenta, considerando el contexto de violencia en varias regiones del país y los antecedentes de ataques contra aspirantes y personas candidatas a cargos de elección popular en el reciente proceso electoral (al igual que los realizados durante los últimos 18 años).

Al final del sexenio pasado, por ejemplo, las agresiones a personajes políticos que aspiraban a cargos en los distintos poderes y órdenes de gobierno se sucedieron sin la menor intervención o la debida prevención por parte del Gobierno federal, en particular, de las dependencias encargadas de la seguridad pública y la seguridad interior del país.

De acuerdo con información de organizaciones no gubernamentales y medios de comunicación, desde el inicio hasta la conclusión del proceso electoral de 2018, se habían contabilizado más de 150 personas precandidatas y candidatas asesinadas, y según un informe de esos organismos, en el mismo periodo de tiempo se asesinó a 48 aspirantes y 104 políticos.

La violencia o la intimidación de los agresores no se limitó únicamente a las y los abanderados de institutos políticos y coaliciones o a candidatos/as independientes, sino que se extendió a sus familiares que buscaron participar en la vida política del país.

Por otro lado, desde luego que no solo en Estados Unidos hay registros de escandalosos magnicidios. Se debe recordar lo ocurrido en las campañas electorales de Álvaro Obregón (1928) y Luis Donaldo Colosio (1994).

Además, si bien en las recientes elecciones de nuestro país no hubo polarización en términos cuantitativos, sí se presenció un estrés ideológico extremo. ¿Cómo se evitó que llegara la sangre al río? Primero, por los esquemas de protección que se diseñaron para garantizar la seguridad de las y los candidatos que así lo solicitaron; segundo, porque nuestro pueblo no es proclive al uso de armas como parte de su entorno de vida -no dormimos con un revólver bajo la almohada- y tercero, por una actitud políticamente responsable de la oposición, que fue reconocida por ambos líderes: el presidente saliente y la presidenta entrante.

Por cierto, esa misma actitud se manifestó en 2006, cuando en una elección realmente polarizada (con una supuesta diferencia de medio punto porcentual) AMLO cerró avenidas, marchó y movilizó a millones de personas en el país, pero no se rompió un solo cristal de auto, casa u oficina. Cero violencias.

El reconocimiento a esta actitud responsable llegó masivamente 12 años después, y se refrendó ampliamente en la reciente elección.

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