Por Ivette Estrada
Más allá de los estereotipos que nos imponen, de las dudas de nuestra capacidad de contribuir al mundo exterior, de los horarios extendidos de hasta ocho horas extras del trabajo para cuidar nuestro hogar y a los seres que amamos, de los salarios 33% menores respecto a los hombres, de nuestra inexistencia en la C-suite y de la exigua presencia en los puestos directivos…
Más allá de la zozobra que se cierne sobre nosotras al salir de noche, de la normalización maligna de ser víctimas de violencia, más allá de la imposición absurda a ser supermujeres o de tener una insana proclividad a la complacencia.
Más allá del valor que nos endilgan la conveniencia, historia y machismo, más allá de la rudeza con la que nos juzgan, nosotras, las mujeres, preservamos una naturaleza muy sutil que nadie podrá arrebatarnos.
Procedemos de mujeres dignas, una estirpe que nos confirió un lugar único en el cosmos, raíces que nos permitieron creer siempre en la dignidad y nobleza, en valores que nos dieron fuerza para aceptarnos como seres únicos con capacidad de contribuir y compartir.
Somos creadoras de alegrías que van más allá de un reconocimiento o estima, verdaderas buscadoras de armonía y paz en los confines de distintos ámbitos, de posibilidades infinitas de negociar, comunicar, cuidar y trabajar en equipo.
Somos quienes crean visiones diferentes cuando en el mundo aparece el enfrentamiento, la desazón y guerra. Somos quienes tejen alianzas y acuerdos.
En mundos inhóspitos y fríos tenemos la capacidad de reconfigurar los egos para consolidar realidades más felices y benignas.
Nuestra libertad no procede solamente de la visibilización y la conmemoración de quienes lucharon para abrir nuevas veredas a la igualdad. La libertad que realmente importa es la autoconsciencia que se macera en los años.
Cada silencio, para paréntesis de vida, nos llena de capacidad para discernir la vida que queremos, la ruta que emprenderemos y el concepto de nosotras mismas que bulle en el interior y se resiste a acotarse a paradigmas planos, llenos de pragmatismo, pero no de verdad.
Las mujeres reales no poseemos roles predefinidos y simples, no encarnamos patrones de utilidad o belleza creados superficialmente. La unicidad es nuestro signo. Y en esa esfera personalísimas cada una de nosotras construye lo que considera valioso, emulable o digno.
Cada reducto de autoconsciencia femenina crea una cultura en la que participamos activamente e innovamos conforme a los cambios sociales, económicos y políticos. No nos arrastran imposiciones, estigmas o expectativas. Poseemos un mundo interior muy rico en el que prevalece la nobleza, hermandad y empatía. Un espacio/tiempo en el que podemos ser nosotras mismas.
La mujer real sabe que es parte de una minoría históricamente subyugada y vejada, pero también encuentra muchos sentidos de realización que le permiten crear nexos, alianzas, sociedades y, sobre todo, su propio reconocimiento.
El 8 de marzo si es una fecha de celebración por lo logrado, por las nuevas expectativas y por ser mujeres, con las contradicciones, utopías y paradojas que prevalecen en mi género.