Calaveras y difuntos
Eduardo Meraz
En México, los días que bordean el umbral entre octubre y noviembre no sólo evocan el perfume del cempasúchil y el crujir de papel picado. Son días en que la memoria se viste de luto y color, en que los altares se levantan como testigos mudos de una tragedia que no cesa.
Mientras los gobernantes se disfrazan de calaveras y se entregan al festín de los logros maquillados, la sociedad sigue aportando los difuntos, como si la muerte fuera el tributo cotidiano que exige el poder.
Porque en México, la calavera no es sólo símbolo de tradición; es también metáfora de un sistema que se ha vaciado de humanidad. Los gobiernos y funcionarios calaveras, han mostrado su pequeñez no sólo ante los desastres naturales, sino frente a la violencia que se ha vuelto paisaje.
Son gobiernos que administran la muerte, que contabilizan los cuerpos como si fueran cifras en una hoja de cálculo, que celebran la disminución estadística de homicidios mientras la sangre aún está fresca en las banquetas.
La semana pasada, de acuerdo con las estadísticas oficiales fueron los días en los cuales hubo menos homicidios dolosos; sin embargo, la huesuda se ensaño con un periodista, un líder agrícola y un presidente municipal, que han provocado ira, frustración y enojo de grandes grupos sociales, ante la evidente connivencia entre el crimen organizado y el de cuello blanco, hasta fundirse y confundirse.
Y desde el presente siglo, los mexicanos hemos visto como los difuntos, hayan sido o no santos, se incrementan día con día; en los últimos 25 años, los altares se han multiplicado de manera exponencial, ya sea en las morgues, en fosas clandestinas, en cementerios o retratos de miles de desaparecidos, sin que los calaveras del oficialismo se conmuevan.
La paradoja es brutal: mientras unos celebran, otros entierran. Mientras los funcionarios se pintan la cara con sonrisas de azúcar, las familias mexicanas lloran frente a tumbas recientes, a retratos colgados en paredes que ya no escuchan risas.
Y sin embargo, los calaveras del oficialismo no se conmueven. Siguen su danza macabra, ajenos al dolor que se acumula en las esquinas, en los pueblos, en los barrios donde la muerte ya no pregunta, sólo llega.
Desde el inicio de este siglo, los difuntos se han vuelto parte del paisaje, y los altares ya no son sólo rituales de recuerdo, sino actos de denuncia. Cada vela encendida es un grito, cada fotografía una acusación, porque detrás de cada muerto hay una historia que el poder no quiso escuchar, una vida que el sistema decidió ignorar.
Y mientras tanto, los gobernantes calaveras se pasean entre enormes ofrendas institucionales, apropiándose de los recursos públicos y queriéndonos endulzarnos con discursos huecos y promesas recicladas.
Hablan de paz mientras pactan con la violencia, hablan de justicia mientras protegen a los verdugos. Son calaveras que no ríen, que no enseñan los dientes por alegría, sino por cinismo. Su sonrisa es la del que sabe que nada le pasará, que la impunidad es su disfraz más eficaz.
La sociedad, por su parte, sigue aportando los difuntos, dando un valor diferente al dolor, pues en cada funeral hay una resistencia, en cada altar una memoria que se niega a desaparecer.
En estos días de muertos, México se convierte en un país de altares infinitos, donde los gobernantes se disfrazan de calaveras para la foto, el pueblo honra a sus difuntos. Y en esa diferencia está la verdad más profunda: unos celebran la muerte como espectáculo, otros la enfrentan como tragedia.
He dicho.
EFECTO DOMINÓ
El gobierno capitalino aplicará exclusivamente vacunas actualizadas de Pfizer y Moderna contra Covid-19 durante la temporada invernal, y no la vacuna Patria, debido a que esta última aún se encuentra en su fase final de aprobación (cuatro años después de la emergencia y sin probar su eficacia).








