La familia que gobernó Siria durante 53 años


Por: Gilberto Solorza

Todos han escuchado de Siria alguna vez en la vida y se han creado una historia de ese país: la tierra de los conflictos interminables, de ciudades milenarias arrasadas por la guerra, de refugiados cruzando fronteras y de una guerra civil que parecía no terminar nunca.

Pero lo que muchos no saben —o no recuerdan— es que detrás de esa larga cadena de horrores hay un nombre que se mantuvo inalterable durante más de cinco décadas: Al-Ásad.

Un apellido, dos presidentes, medio siglo de poder

Desde que Hafez al-Ásad tomó el poder en 1971 tras un golpe militar, el apellido Al-Ásad se convirtió en sinónimo del Estado sirio. Hafez no solo fue un hábil estratega militar, sino también un político que supo consolidar una estructura de poder autoritaria y eficaz, basada en la lealtad absoluta al régimen y en el control férreo de la información. Para muchos, su gobierno representó estabilidad en una región profundamente convulsa.

Bajo su mando, Siria experimentó avances significativos en salud, educación y construcción de infraestructura. Hafez promovió una visión de modernización nacionalista y secular, que garantizó la convivencia relativa entre diversas comunidades religiosas, al menos en la superficie. En una región donde los golpes de Estado eran moneda común, él se mantuvo tres décadas en el poder, inamovible.

Pero esa misma estabilidad tuvo un precio. Hafez al-Ásad también fue responsable de algunas de las represiones más brutales en la historia reciente del Medio Oriente. La masacre de Hama en 1982, donde se calcula que murieron entre 10,000 y 40,000 personas tras un levantamiento islamista, sigue siendo una herida abierta. El mensaje fue claro: cualquier disidencia sería aplastada sin contemplaciones.

Cuando Hafez murió en el año 2000, muchos pensaban que su hijo Bashar, un oftalmólogo educado en Londres traería una nueva era de apertura. Y por un tiempo, así pareció. Hubo una tímida liberalización, conocida como la “Primavera de Damasco”, y expectativas de reforma política y económica.

Pero las esperanzas se desvanecieron rápidamente. La presión por mantener intacta la estructura autoritaria heredada lo llevó a cerrar filas, a marginar a reformistas y a restablecer los mecanismos de represión. Para 2011, cuando estallaron las protestas en el marco de la Primavera Árabe, Bashar respondió como su padre lo habría hecho: con fuerza letal.

El fin de una dinastía

Pero ni siquiera una dictadura de hierro puede resistir para siempre. El 8 de diciembre de 2024, en una madrugada silenciosa pero decisiva, la historia dio un giro que muchos creían imposible: la familia Al-Ásad fue derrocada tras una ofensiva relámpago liderada por fuerzas rebeldes de la llamada Sala de Operaciones del Sur. En solo once días, Damasco, la capital, cayó. El apellido que había gobernado Siria durante más de medio siglo fue, al fin, desplazado.

La caída del régimen no fue espontánea ni puramente interna. Detrás de las milicias opositoras, como la Coalición Nacional para las Fuerzas de la Oposición y la Revolución Siria y la controvertida Hayat Tahrir al-Sham (HTS), se entrelazaron intereses regionales y globales. Países como Turquía, Catar y Arabia Saudita brindaron apoyo logístico, pero fueron potencias como Estados Unidos e Israel las que marcaron la diferencia táctica y política.

Washington, que durante años había mantenido una postura ambigua hacia el conflicto sirio, vio en el colapso del régimen una oportunidad para debilitar la influencia iraní y rusa en la región. Tel Aviv, por su parte, actuó con pragmatismo: sin Bashar al-Ásad, se debilitaba también el corredor militar entre Irán, Siria y Hezbollah. De forma discreta pero decisiva, ambos países respaldaron la ofensiva rebelde, aportando inteligencia, armamento avanzado y, según algunas fuentes, asesoría táctica.

La Siria sin Al-Ásad: ¿liberación o vacío?

El derrocamiento fue celebrado en muchas ciudades sirias. En Homs, en Alepo, incluso en algunos barrios de Damasco, la gente salió con banderas opositoras, coreando consignas de libertad y justicia. El nuevo gobierno de transición, encabezado por Mohamed al-Bashir, prometió reconciliación y reconstrucción.

Pero la euforia inicial pronto dio paso a una realidad más cruda. Sin los Al-Ásad, Siria no halló paz, sino vacío. El país, devastado por más de 13 años de guerra civil, quedó fragmentado entre diversas facciones armadas. Algunas responden a intereses locales, otras a agendas extranjeras. La presencia de grupos islamistas como HTS generó temores sobre una posible deriva extremista. Y mientras tanto, las antiguas estructuras estatales colapsaban.

Para algunos sirios —particularmente dentro de la minoría alauita y otras comunidades que habían gozado de cierta protección bajo el régimen— el fin del dominio Al-Ásad no fue una liberación, sino un salto al abismo. La seguridad que ofrecía el viejo orden, aunque represivo, ha sido reemplazada por un caos incierto, en el que ni la electricidad ni el agua están garantizadas, y donde los grupos armados imponen su ley.

Desde su exilio en Moscú, Bashar al-Ásad permanece en silencio. A salvo, pero destituido. Algunos lo ven como el último autócrata de una era condenada a desaparecer; otros, como un líder que, con todos sus defectos, mantuvo unido a un país plagado de enemigos externos.

Hoy, Siria se encuentra en una encrucijada. El régimen que por décadas fue sinónimo del Estado ha caído, pero su ausencia aún no ha sido llenada por un proyecto político sólido. En las ruinas del pasado, queda la pregunta abierta: ¿era Al-Ásad la enfermedad… o solo el síntoma de un mal más profundo?

Y mientras la comunidad internacional debate cómo reconstruir un país fracturado, el pueblo sirio sigue esperando algo que, durante décadas, le fue negado por igual por dictadores y por guerras: un futuro digno.

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