Energía nuclear: limpia en emisiones, sucia en polémicas


Por: Gilberto Solorza

En el debate sobre la transición energética y la lucha contra el cambio climático, la energía nuclear se ha posicionado como una alternativa atractiva frente a los combustibles fósiles.

Sus defensores la consideran una fuente “más limpia”, especialmente por su bajo nivel de emisiones de gases de efecto invernadero durante la operación. Pero ¿es realmente limpia en todos los sentidos?

Las centrales nucleares no queman carbón, petróleo ni gas natural, por lo que no emiten dióxido de carbono (CO₂), metano u otros gases contaminantes mientras están en funcionamiento. Este factor es clave en un mundo que busca reducir su huella de carbono. Además, tienen la capacidad de generar grandes cantidades de electricidad utilizando una pequeña cantidad de combustible, lo que las hace especialmente eficientes.

Sin embargo, esta aparente limpieza es puesta en duda por organizaciones ambientalistas como Greenpeace, que señalan que el ciclo completo de la energía nuclear —desde la minería del uranio hasta la gestión de los residuos radiactivos— conlleva impactos ambientales significativos. A esto se suman los riesgos operativos que, aunque infrecuentes, pueden ser catastróficos.

Accidentes como los de Chernóbil (1986) y Fukushima (2011) marcaron profundamente la memoria colectiva. Estos episodios demostraron que los fallos en las centrales pueden tener consecuencias devastadoras para la salud humana y el medio ambiente, cuyos efectos pueden durar décadas o incluso siglos. Además, los residuos generados por las plantas nucleares permanecen peligrosos durante miles de años, y aún no existe una solución definitiva para su almacenamiento a largo plazo.

El temor no se limita solo a los accidentes o a la toxicidad de los residuos. También preocupa la posibilidad de que el material nuclear sea desviado para fabricar armas, lo que representa un riesgo en términos de proliferación nuclear y terrorismo. Las propias instalaciones pueden ser vistas como objetivos potenciales.

A todo esto se suman los altos costos asociados a la energía nuclear, que no se limitan solo a su construcción. Levantar una planta nuclear puede requerir inversiones multimillonarias y décadas de planificación, debido a la complejidad de los sistemas de seguridad, la regulación estricta y los estándares internacionales.

Pero los gastos no terminan ahí: el mantenimiento a lo largo de su vida útil, el tratamiento de residuos y, finalmente, el desmantelamiento de la planta una vez concluida su operación, representan cargas económicas que suelen recaer, directa o indirectamente, sobre el Estado y, en consecuencia, sobre los contribuyentes. Además, estas infraestructuras tienen una vida útil limitada —por lo general entre 40 y 60 años— y muchas de las centrales que hoy siguen activas fueron construidas durante el auge nuclear de mediados del siglo XX, lo que genera preocupación por su deterioro técnico y por el aumento de riesgos con el paso del tiempo.

Esto no quita que, aunque sea indudable que representa un riesgo latente, con la velocidad que avanzamos en las revoluciones tecnológicas e industriales en el mundo y cómo sacrificamos buena parte del medio ambiente en el proceso, la energía nuclear es, sin duda, algo que debemos empezar a considerar.

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