Por: Gilberto Solorza
Cuando el poeta Federico García Lorca declaró que “lo único que Estados Unidos le ha dado al mundo son los rascacielos, los cocktails y el jazz”, seguramente más de uno lo puso en tela de duda.
Por supuesto, entre tanto invento “realmente útil”, hubo uno que logró colarse como una verdadera joya cultural, llevándose toda la atención con su ritmo impredecible: el jazz.
El jazz, nacido en las comunidades afroamericanas, emergió de una historia de lucha y resistencia, como una conversación entre esclavos africanos, inmigrantes europeos y nativos de Nueva Orleans. Sin reglas fijas y con un ritmo impredecible, fusionó los complejos ritmos africanos con las influencias europeas, dando lugar a una sonoridad única, destacada por la improvisación.
¿Y dónde nació? Su cuna se llama Plaza Congo, un espacio que, en sus días de gloria, fue un centro neurálgico para los músicos que, tras la abolición de la esclavitud en 1865, encontraron por fin la libertad para hacer lo que mejor sabían: crear.
A principios del siglo XX, el jazz comenzó a expandirse más allá de Nueva Orleans. Movimientos como el swing y el be-bop trajeron nuevas complejidades a su sonido. El jazz, antes local, se transformó en un fenómeno mundial, influyendo en otros géneros como el blues, el rock y el R&B.
El jazz no solo evolucionó dentro de su propio género, sino que su espíritu improvisador se filtró en estilos como el funk, el hip hop y, aunque sea difícil de creer, la música electrónica. Desde Chuck Berry hasta Kendrick Lamar, el jazz dejó una marca indeleble en la música popular.
Hoy, el jazz sigue siendo un símbolo de la creatividad y la libertad musical. No es solo un legado estadounidense, sino una forma de arte que pertenece al mundo entero. Al final, ¿quién lo diría? Lorca no estaba tan equivocado como parecía.