Continuidad con cambio, sin parricidio

Por Ricardo Monreal Avila

El parricidio que cometía el Presidente entrante respecto al saliente era una de las prácticas políticas más perversas, escatológicas y decimonónicas del antiguo régimen presidencialista de nuestro país, el cual se traducía en la inmolación pública —a plena luz del día y a los cuatro vientos— del antecesor, a manos de su sucesor.

El concepto «parricidio político» es una metáfora que extiende la idea del parricidio (es decir, el asesinato de un pariente próximo, especialmente del padre o de la madre) al ámbito político.

Este fenómeno implica la traición y eliminación de un líder político por parte de aquellos que se consideraban sus aliados, seguidores o “hijos políticos”.

Este fenómeno implica, de continuo, una traición interna. A diferencia de un ataque externo, el parricidio político ocurre dentro de un mismo grupo o movimiento político.

Generalmente, involucra a personas que tenían una relación estrecha con el líder (asesores, protegidos o aliados de confianza), y sus motivaciones pueden ser bastante complejas: van desde ambiciones personales, desacuerdos ideológicos y la percepción de que el líder se desvió de los ideales originales, hasta la creencia de que este se volvió un obstáculo para el progreso. Por otro lado, más allá del acto físico, el parricidio político habla de un fuerte impacto psicológico y simbólico en el grupo político y en la sociedad en general.

Por lo anterior, suelen reconocerse consecuencias a largo plazo.

Una vez ejecutado el parricidio político, pueden devenir cambios significativos en la dirección política del grupo en el poder o en el país, que frecuentemente conducen a purgas o reestructuraciones.

Además, quienes se encargan de perpetrarlo a menudo intentan justificar sus acciones como necesarias para el “bien mayor” del movimiento o de la nación y, en algunos casos, el parricidio político puede ser visto como parte de un ciclo en el que los nuevos liderazgos eventualmente enfrentarán amenazas similares.

Sin embargo, la percepción y las consecuencias de este fenómeno pueden variar significativamente entre diferentes culturas y sistemas políticos, aunque sus implicaciones se asocian de manera general con intrigas sobre la naturaleza del poder, la lealtad y el cambio político, y revelan las tensiones inherentes a las estructuras de liderazgo, así como las dinámicas internas de los grupos políticos, que pueden llevar a acciones extremas.

En el caso de México, se llegó a afirmar incluso que la verdadera toma de posesión del nuevo Presidente se daba solo hasta el momento en que se cometía ese “parricidio”. Esto es, que debía morir el antecesor para que naciera el sucesor.

Siguiendo aquella tradición necrófila, en los tres meses que duró la campaña y el mes posterior a la avasallante elección presidencial del presente año, los llamados “amlofóbicos” han estado apostando al momento en que se dará “el deslinde”, “la ruptura”, “el punto de inflexión”, “el manotazo” o “el descolón” entre la virtual presidenta electa, Claudia Sheinbaum, y el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador.

Tal es la forma elegante y literaria para evitar el uso rudo del término que realmente los anima y excita: parricidio político, el cual, en la época de Maquiavelo solía ser cometido en las Cortes europeas, con dagas florentinas envenenadas —siempre cubiertas con plumas de cisne blanco— y colocadas debajo del puño con el que se saludaba, abrazaba y palmeaba al soberano caído en desgracia.

En nuestro país, sin embargo, no habrá parricidio político. Pero aún más: así como la oposición se quedó esperando el supuesto voto de castigo de la “mayoría silenciosa” de las clases medias o la presunta caída mediática, provocada por la campaña en redes de “narcopresidente” y “narcocandidata”, así se quedarán sentados esperando el deslinde escatológico del próximo gobierno respecto al actual.

Lo tuvo que decir, aclarar y puntualizar la única persona que podía hacerlo, la virtual Presidenta electa, quien afirmó: “Leía hoy en un periódico: ‘Claudia debe pintar la raya con Andrés Manuel López Obrador’.

Sería pintar la raya con el pueblo de México. ¡Nunca! ¡Con el pueblo todo, sin el pueblo nada!”.

Este posicionamiento se hizo en el momento indicado: durante la conmemoración del sexto aniversario de la victoria electoral del Presidente López Obrador en las urnas (ocurrida el 1 de julio de 2018) y a un mes de la elección más votada, de la cual emergió la doctora Claudia Sheinbaum como la primera Presidenta de México.

Este deslinde del deslinde se suma a la transición presidencial inédita que vivimos.

Hace dos semanas señalábamos ya que no había precedente de las giras que se encuentran realizando por el país el Presidente saliente y la Presidenta entrante; ellos dos y sus respectivos equipos de trabajo están recibiendo y entregando in situ las obras estratégicas de la Cuarta Transformación.

Tampoco se conoce precedente de la manera en que el Presidente Andrés Manuel López Obrador está cerrando su gobierno, con 20 reformas constitucionales y legislativas, que establecerán los cimientos del segundo piso de la Transformación, porque mucho de lo que ha anunciado la doctora Sheinbaum tiene que ver con la profundización y consolidación de lo iniciado por nuestro actual mandatario.

Estamos viviendo la continuidad con cambio. La continuidad de los principios, las reformas y las obras estratégicas de la 4T, además del cambio de visión, principios, prioridades y prácticas tan anquilosadas y antiguas como la del parricidio político.

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