Ricardo Monreal Avila
Al final, para bien del pueblo de Nuevo León, prevalecieron el acuerdo, la sensatez y la altura de miras entre los poderes Ejecutivo y el Legislativo de dicha entidad, a fin de garantizar la gobernabilidad democrática de un Estado entrañablemente importante para México y para la 4T.
Nuevo León es un importante referente político para los tiempos que vivimos. En forma consecutiva, ha tenido dos mandatarios que ganaron desafiando los canales de participación política tradicionales.
Se trata de Jaime Rodríguez Calderón, el Bronco, primer gobernador independiente —sin partido político de por medio— en la historia del país, quien entregó el gobierno a Samuel García Sepúlveda, el más joven de los mandatarios estatales en la actualidad.
Este último contó con el registro de Movimiento Ciudadano, pero cimentó su victoria en el manejo eficaz de su imagen y comunicación en las redes sociales, donde su también joven esposa, Mariana Rodríguez, jugó un papel preponderante, como influencer ampliamente reconocida.
Tanto Rodríguez Calderón como García Sepúlveda ganaron el Poder Ejecutivo, pero no la mayoría en el Legislativo, y de aquí nacieron todas sus complicaciones políticas. Se gana legitimidad, pero no siempre gobernabilidad. Esta es una de las insuficiencias que surgen desde el primer día que se ejerce el gobierno constitucional.
Cuando se obtiene el Ejecutivo, pero no el Legislativo, se trabaja bajo una modalidad conocida como gobierno dividido. En tales condiciones, ejercer el gobierno requiere mantener, de manera continua y sistemática, una vía de diálogo, negociación y acuerdos, que no siempre llegan a buen puerto.
El punto de inflexión de los gobiernos divididos radica en establecer los límites y términos irreductibles de una negociación en la que las partes involucradas tengan claro hasta dónde son legítimos los acuerdos y hasta dónde se vuelven un mecanismo de chantaje, extorsión o subyugación de una parte sobre la otra.
En 1997, inició la etapa de los gobiernos divididos en el ámbito federal, cuando el PRI pierde, por primera vez en su historia, la mayoría en la Cámara de Diputados. Ernesto Zedillo (segundo trienio), Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto ganaron la Presidencia, pero no el Congreso, y debieron negociar de manera permanente, sistemática y continua todos sus programas, proyectos y presupuestos, no siempre de manera transparente y democrática, sino mediante acuerdos cupulares, algunos de naturaleza inconfesable.
Esta es la práctica parlamentaria que Samuel García no consintió aplicar durante su gobierno, a juzgar por el plan de 11 puntos que la mayoría del Congreso neoleonés le puso como condición para otorgarle licencia y dejar como gobernador interino a su secretario general de Gobierno.
La alternativa a los gobiernos divididos son los gobiernos parlamentarios o de gabinete o de coalición, los cuales, en la Constitución federal se contemplan como opción, pero en la de Nuevo León no existen.
En estas formas alternativas de gobierno, crisis como la que vimos se resuelven convocando a otras elecciones o sometiendo los acuerdos de una y otra parte a un plebiscito ciudadano, para que el pueblo decida quién tiene la razón.
Mientras esto sucede, es de celebrarse que la gobernabilidad se haya afianzado en Nuevo León de manera civilizada y democrática, a pesar de que, de manera excepcional, los tribunales (concretamente, la Suprema Corte) pretendieron judicializar una situación de carácter político.
En este sentido, es pertinente hacer un breve análisis retrospectivo sobre uno de los episodios más polémicos de la relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial.
Merced a la denominada incompetencia de origen de las autoridades estatales y con base en una serie de argumentos y fundamentos desde el derecho comparado, el ex presidente de la Suprema Corte, el ilustre jurista José María Iglesias, ahondó en la naturaleza republicana del Estado mexicano y en sus referencias inmediatas en la Carta Magna de EUA.
En tal sentido, el máximo Tribunal de aquel país había sostenido el axioma de la soberanía restringida de los Estados Federados, en tanto sus gobernadores, legislaturas o Tribunales locales no se ajustaran a lo dispuesto en el ordenamiento fundamental, las leyes federales y Tratados internacionales.
En su momento, el connotado jurista liberal, a propósito de la cerrada votación entre los 11 Ministros para resolver el histórico “Amparo Morelos”, de 1874, mencionó, respecto de la tesis sostenida por la minoría de cinco Ministros que “los colegios electorales tienen una virtud tal que vuelven lo blanco, negro y lo negro, blanco”.
A su vez, otro ex presidente del máximo tribunal, José María del Castillo Velasco, señaló la necesidad de diferenciar entre la competencia y la legitimidad de las autoridades, rechazando convertir a la Corte en una especie de Tribunal electoral y privilegiando el principio de soberanía estatal por encima de la facultad auto concedida del Poder Judicial de inmiscuirse en asuntos de carácter político.
Recuérdese que la aventura de llevar al extremo la tesis de la incompetencia de origen culminó con el destierro de Lerdo de Tejada y del Ministro Iglesias, a consecuencia del Plan de Tuxtepec, instrumentado por el General Porfirio Díaz.
A la salida del ex Ministro Iglesias, por las elecciones presidenciales, el jurista jalisciense Ignacio L. Vallarta fue elegido como presidente del máximo Tribunal y, al mismo tiempo, inició la pérdida de vigencia de la incompetencia de origen, anteponiéndose a la fórmula Otero y a la tesis de Vallarta, que señalan la incompetencia de la Corte en asuntos de carácter político-electoral, pese a que el propio jalisciense había intervenido, en 1869, como litigante en un Amparo de naturaleza política, defendiendo los intereses del otrora gobernador de Querétaro, el Coronel Julio Cervantes, quien había sostenido una serie de enfrentamientos con la legislatura local.
Algunas de estas tesis entraron en juego en la crisis de gobernabilidad vivida recientemente en Nuevo León, la cual pudo evitarse tomando en cuenta los argumentos o visiones de los grandes juristas mencionados, quienes debatían acerca de la pertinencia de privilegiar las garantías individuales y el principio de soberanía estatal o la naturaleza de las facultades de la Corte, cuando la obviedad de la legitimidad pudiera incluir violaciones a los derechos humanos.
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